El pasado miércoles se publicó en La Opinión de Murcia un artículo de Carlos Marín Ronco que se titulaba: «La inflación necesaria». Defendía sin tapujos monetizar la deuda porque aumentaría el empleo y utilizaba un antecedente histórico para justificarlo. Una perla: «El coste inflacionista de la creación de empleo no es en absoluto neutral socialmente, ya que es ventajosa para unos: los trabajadores y endeudados, y perjudicial para los intereses de otros: acreedores y poseedores de capital (financieros en general)«.
La inflación necesaria
En las crisis económicas siempre existe la tentación de aplicar la tesis monetaristas y los métodos keynesianos para salir supuestamente más rápido de ellas. Es un error. Efectivamente, las autoridades políticas (siempre que lleguen a ser autoridades y posean la esencia de lo político, claro) se encuentran con dos posibilidades: o dejan que el saludable y doloroso reajuste siga su curso ayudándolo con rebajas de impuestos y disminuyendo la intervención previa en forma de gastos público; o huyen hacia delante «dándole al borracho, que ya siente con toda su virulencia la resaca, más alcohol» -en feliz frase de Huerta de Soto-; es decir, creando dinero de la nada, aumentando la deuda pública, subiendo impuestos y volviendo a retrógradas políticas proteccionistas.
Las probabilidades de prolongar la depresión y la de caer en un futuro no muy lejano en una aún más grave recesión inflacionaria aumentan exponencialmente. Dos experiencias. La primera, el error monetarista tras el crash bursátil de 1987, que nos llevó a la inflación de finales de los ochenta y terminó en la grave recesión de 1990-1992. La segunda, el ejemplo de Japón, que tras probar todas las intervenciones posibles, dejó de responder a estímulo alguno de expansión crediticia o de tipo keynesiano.
La invención del Laissez-Faire de Hoover
Pero lo que más me llamó la atención del artículo citado es el uso torticero de la historia. No se puede defender que Herbert Hoover fuera defensor del laissez-faire y que Roosevelt, creador del New Deal, fuera una especie de mesías económico que gracias a su «brutal ruptura con los dogmas del pasado, Estados Unidos y el mundo empezaron a dejar atrás la Gran Depresión«.
Ciertamente con Herbert Hoover la crisis se prolongó y se hizo más aguda, pero no por un supuesto laissez-faire, sino por sus políticas proteccionistas e intervencionistas. Por ejemplo, en junio de 1930 aprobó la Ley Arancelaria Hawley-Smoot, que disparó los aranceles de manera desproporcionada, lo que provocó que los demás países hicieran lo mismo. Aisló prácticamente al país del exterior, disminuyendo el empleo, las exportaciones e importaciones con el consiguiente colapso de la agricultura americana, lo que a su vez llevó a la bancarrota a gran número de bancos rurales. Entre 1931 y 1932 incrementó las obras públicas, estimuló políticas de estabilización de precios, duplicó el impuesto a las ganancias, redujo exenciones y aumentó y creó otros muchos impuestos con la Ley de Ingresos Públicos de 1932. La carga fiscal pasó del 16 por 100 al 29 por 100 del producto privado neto. La consecuencia principal de su mal llamado «dejar hacer«, que como acabo de señalar es totalmente falso, es una tasa de desempleo que avanzó desde el 8,9 por 100 al 25 por 100, de alrededor de 4,5 a 13 millones de desocupados.
El mito del New Deal
En 1933 fue elegido el demócrata Franklin Delano Roosevelt. Si Hoover prolongó la crisis y la empeoró gracias a sus políticas proteccionistas e intervencionistas, Roosevelt la agudizó aún más si cabe, aunque los defensores de la intervención estatal en la economía sigan defendiendo lo contrario.
Antes de llegar al poder criticó a Hoover en la campaña electoral de 1933 por disparar el gasto público y el control estatal. Después, haciendo suyo el aserto de Tierno Galván de que las promesas electorales se hacen para no cumplirlas, nada más llegar al poder, prohibió, efectivamente, la exportación y acumulación de oro, pero además, aprobó la Administración de Recuperación Nacional (NRA), que aumentaba los controles y exigencias laborales en general y la Ley de Asistencia a la Agricultura (AAA), cuyo resultado fue la destrucción de grandes cantidades de ganado y cosechas, gracias al estímulo del gobierno, y esto pese a que su objetivo era el de elevar los ingresos de los agricultores mediante la reducción de la oferta y el ascenso de los precios.
La otra pata de la política económica de Roosevelt fue la de aumentar el gasto público mediante la construcción de grandes obras públicas y otro tipo de medidas que incrementaron el número de personas contratadas por el Estado. O sea, una especie de Plan E pero a lo bestia. Además, también aumentó varios impuestos, como el de la herencia y las ganancias, que parecían perseguir la redistribución de la riqueza.
El New Deal provocó que la salida de la crisis no llegara hasta quince años más tarde, Segunda Guerra Mundial mediante.
Como dijo Fréderic Bastiat casi un siglo antes, podemos ver aquello que los planes del Estado hacen, pero no lo que el sector privado habría hecho con esos mismo recursos. En fin.
Coda:
Este artículo lo publiqué en mi anterior blog del diario La Opinión de Murcia el 30 de mayo de 2.010. Al igual que la anterior entrada fue recogido en el libro “Sendas liberales” (Ed.Biblioteca Nueva, Madrid, 2011), junto a una selección de artículos de los miembros de Ciudadanos para el progreso.